martes, 26 de diciembre de 2006

LAS CARTAS

Ahora prácticamente nadie escribe cartas (salvo los Bancos, pero éstos no cuentan), porque han sido sustituidas por los correos electrónicos, aunque incluso antes del furor de internet ya estaban en desuso como forma de comunicarse, tal vez porque el teléfono las había relegado, al ser un medio mucho más inmediato y sencillo. Las cartas exigen el esfuerzo de adquirir el papel y el sobre, de escribirlas, de comprar el sello (su importe siempre cambiante), de buscar un buzón. Son muchos, pues, los inconvenientes para el remitente. Sin embargo, el destinatario de las cartas (salvo el de las de los Bancos, que son otra cosa) suele alegrarse al recibirlas. A todos nos hace ilusión abrir el sobre, contemplar el sello y el matasellos, comprobar el remitente, y, una vez con su contenido en la mano, leer esos párrafos que alguien se ha molestado en escribirnos. Hay cartas de amor (en todas sus variantes), de despedida, de anuncio, de confesiones y de silencios. Y hay cartas que nunca llegan a su destino, se detienen en el camino, silenciando las palabras que alguien les confió, que ya nunca serán leídas por aquél o aquélla a la que iban destinadas, quien tampoco les podrá dar respuesta. Y, así, con su extravío, tal vez hayan malogrado una declaración de amor o una súplica de perdón o una sangrante despedida, que ya para siempre, en quién sabe dónde, se marchitarán amarilleando el papel que las portaba.

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